viernes, 8 de marzo de 2013

Tejedora de Coronas


…en aquel instante dejó escapar mi insospechable telequinésico una frase que ya había oído alguna vez, y me parece que pertenecía a Moliere, dijo on ne meurt qu´une fois, et c'est pour si longtemps, para luego cabecear denotando su absoluta desaprobación, no, no había que estar de acuerdo, no había que tragar esas paparruchas de los literatos, la espléndida máquina del universo no podía haber sido construida, pues todo, absolutamente todo ha sido construido, no podía haber sido construida y puesta en movimiento de un modo gratuito, sin un plan, sin un objeto, y al evocar esas palabras recuerdo cómo alguna vez, abrumado por la impotencia, fray Miguel Echarri llegó a pensar que el universo había sido hecho sólo parades concertarnos, y ahora Tabareau me pedía considerar y sopesar cuidadosamente lo que se proponía decirme, procurando plasmar en imágenes y colores cada palabra, pensar en el instante de la muerte, en el instante en que el hombre, según el lenguaje de aquella secta paracientífica de iniciados, adscrita a nuestra logia, de que ya hablé, por obra de un insuperable deterioro se libera del cuerpo denso, de este cuerpo que ha sido el más fuerte obstáculo para su poder espiritual, que entonces torna a él en cierta medida, y puede así leer las imágenes en el polo negativo del éter reflector de su cuerpo vital, donde se halla el asiento de la memoria no consciente, momento en que toda su vida, pero en orden inverso, vuelve a desfilar ante sus ojos, y no todos sabemos, en aquel trance, que nos hallamos en la región etérea del mundo físico, y estamos siendo ya forzados a entrar en el mundo del deseo, porque se corta el cordón plateado, y sólo llevamos las fuerzas de vida de un átomo para ser empleadas como núcleo del cuerpo vital en la futura encarnación, y ese mundo del deseo es un estado de purgación en el que permaneceremos aproximadamente, en el mejor de los casos, una tercera parte de nuestros años vividos en el mundo físico, y es mientras nos encontramos allí, sólo en ese lapso, es decir, antes de elevarnos a mundos superiores para preparar nuestro retorno, cuando es posible la invocación de nuestro espíritu desde el mundo de la materia, así que, muerto Federico en 1697, no era muy probable que pudiésemos emplazarlo, salvo que su fallecimiento hubiese alterado los planes para él fijados dentro del Gran Plan, en cuyo caso podría haber reencarnado antes de tiempo y, una de dos, o se hallaba vivo, en posesión de otro cuerpo denso, en alguna parte del planeta, o podía, más probablemente, haber vivido los años que le hacían falta para completar su anterior  peripecia, en cuyo caso la invocación podría hacerse sin mayores problemas, contando con que aún fuera factible localizarlo en las regiones inferiores o purgativas del mundo del deseo, y no ya en las tres superiores, que conforman el primer cielo y una inaccesible lejanía, premisas bajo las cuales emprendió Tabareau su apelación al más allá, asió con fuerza mis manos para crear un campo adecuado de corrientes dentro del cual resultase a Federico más expedito manifestarse, y llamó, llamó a gritos como si su voz tuviese que atravesar un océano embravecido, llamó durante largos minutos sin obtener respuesta, yo decididamente estaba arrepentida de haber acometido esta empresa extravagante, un frío trepanador, afilado, me recorría la columna vertebral, y vi a un extraño insecto estrellarse contra los cristales de la ventana y me estremecí de terror, hasta que, de pronto, una forma embrionaria, algo como un gas inquieto y blanquecino, como una llama fría, una nube inmaterial surgió y comenzó a agitarse en uno de los rincones de la estancia, la piel del rostro me cosquilleaba ahora, mis ojos parpadeaban apresuradamente, sentí dormidos los brazos y me asaltó un deseo incontenible de llorar, de hecho emití un llanto pueril y convulso, vi brillar unos ojos, como esos vivaces ojillos de los gusanos, en la forma deleznable que crecía en la sombra, y advertí de repente que cobraba perfiles y volúmenes, y en tanto Tabareau continuaba gritando el nombre de Federico Goltar, yo en cambio vi ante mí la imagen, amada pero no por ello menos intimidante, no de mi joven astrónomo, sino de mi pobre Marie, sí, inquisidores, sí, Bernabé, tal como lo digo, allí estaba, mirándome con esa mirada con que en vísperas de su muerte me reprochaba mis solaces con Franz, no pude evitar el prorrumpir en un corto alarido, traté de zafarme de las manos del espiritista, pero él me apretó con redoblada fuerza, me costó trabajo articular palabra para decir a Tabareau que a su invocación había acudido la persona errada, lo cual parecía él no ignorar en lo más mínimo, pues no apartaba los ojos del espectro de duro semblante que nos observaba desde el rincón, así que me pidió callar, acaso intuía ya lo ocurrido, pero con timbre perentorio, casi insultante, interrogó al espíritu si en verdad respondía al nombre de Federico Goltar, y el ectoplasma, con voz lejana que acabó de helarme, contestó que sí, por la altísima misericordia, sólo que acudía bajo la forma de su última encarnación, que había sido la de Marie Trencavel o Marie Alcocer, volví a gritar, mi grito vibró en los cristales, ahora lo comprendía todo, la atracción que Marie y yo sentimos desde el comienzo la una hacia la otra, su imposibilidad de comunicarse con su familia, el poder melancólico que irradiaban sus ojos, ese estremecimiento sobrenatural de su presencia, Marie era Federico, era Federico reencarnado, la tuve tantos años conmigo sin saberlo, sin apenas sospecharlo, y ahora podía muy bien explicarme aquel sueño que padecí en Quito, en el cual un Federico sonriente, en medio de un paisaje florido, me señalaba una inflorescencia de cabezuelas, cada una de las cuales representaba seguramente una encarnación, y fue sin duda un mensaje que me hizo llegar, en momentos en que poseía una conciencia plena de su destino, para alertarme sobre su regreso al mundo material, mensaje que no comprendí porque el hado de mi pobre muchacho tenía que completarse dolorosamente en aquella segunda vida, durante la cual padeció amarguras tan brutales como en la primera, entonces me dirigí al fantasma de Marie y le pedí, por el amor de Dios, que se presentara mejor bajo la facha de Federico, observé en ella el visaje de una triste sonrisa y vi evolucionar la gaseosa albura que plasmaba su imagen para, en efecto, ser primero una mezcla sorprendente de ambos, luego plenamente el joven Goltar, con esa misma expresión de airado desencanto con que lo vi por última vez en el Reducto, entonces me habló con ternura, en el silencio encantado y medroso, me dijo cuánto, Genoveva, nos hicimos sufrir, bien sé que sin quererlo, cuánto, cuánto, pero ahora no importa, malgastamos las dos oportunidades que se nos brindaron y ya nuestras futuras vidas, pobre amada mía, no habrán de cruzarse otra vez, traté de interrumpirlo y de decirle que las potencias rectoras tendrían que darnos una tercera oportunidad, pero él, sin escucharme, como dirigiéndose un abscóndito reproche, porque dos veces se apartó o se vio apartado de ella, siguió diciendo que, en el universo, todo lo que se aleja de la sexualidad se aproxima a la muerte, porque en un cosmos que fluye, que fluye sin cesar, que es creatio continua, nada es rígido e impenetrable, todo es amoroso y divisible, y angélico es lo humilde, lo intrascendente, lo común, lo gregario, y satánico lo particular, lo soberbio, lo trascendental, lo único, y si el pecado es común, gregario, angélico, la virtud será solitaria, desdeñosa, sensual, demoníaca, palabras que creí comprender mal, le pregunté qué había de aquélla su idea de un universo creado para la injusticia, idea en la que algún día creyó encontrar una justificación, sonrió con tristeza, me respondió que nadie debe vivir pecaminosa y contemplativamente en espera de la gracia, sino conquistando la justicia mediante la acción, pero mediante una acción que lleve impreso el sello de la eternidad, o sea, de la inteligencia creadora inagotable, capaz de resolver el enigma del universo, cuyo arduo rompecabezas radica precisamente en su extrema simplicidad, máxime si pensamos que el eterno del mundo y la conciencia del hombre son inseparables y, así, el universo, sin que lo sepamos, se halla contenido íntegramente en nuestra conciencia y toda su explicación, en sus engañosos aspectos materiales o espirituales, puede reducirse, Genoveva, a las ecuaciones diferenciales de la mecánica, dicho lo cual su imagen comenzó a disolverse en el aire, y advertí que Tabareau tenía el rostro bañado en frío sudor, su esfuerzo de concentración había sido excesivo, soltó mis manos y dejó que Federico se desmaterializara para siempre, se derrumbó a renglón seguido en un butacón, yo encendí alguna luz, y entre acezos me confesó que era, quizás, la más estimulante pero agotadora de las experiencias que había vivido, pues ratificaba sus creencias y las de Swedenborg en cuanto a que, para librarnos definitivamente de las carnaduras materiales, había que descartar la santidad e investirse de inteligencia, pues la creación, el universo, es una escritura críptica que debemos descifrar antes de llegar a convertirnos en dioses, estamos escritos en un texto divino donde se confunden pasado y futuro, ya que, en cierto modo, el futuro ha ocurrido tanto como el pasado, sin que ello deteriore nuestro libre albedrío, no comprendí, no quise comprender, durante años había deseado ardientemente que Tabareau me ayudase a comunicarme con Federico sin saber para qué, y ahora que lo había logrado, la revelación de su identidad con Marie y las vagas nociones que nos transmitió me parecían tan espantosas como inútiles, tanto más espantosas cuanto más inútiles, pues permitían barruntar la existencia de un propósito ulterior para nuestras vidas, pero asimismo la imposibilidad de colocar conscientemente nuestras vidas al servicio de aquel propósito, porque cruzábamos como ciegos por un universo cuya simplicidad resultaba incomprensible a nuestras complejas y virtuosas conciencias, aquella noche no pude dormir y, al día siguiente, fue como si me levantara en otro mundo, poblado de difíciles sencilleces, mundo de abominable perfección que sólo pude volver a amar cuando tuve ante mis ojos, en Marsella, al espejeante Mediterráneo que me abría una nueva ruta hacia la acción humana y material...



German Espinosa




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