Hasta aquí me he referido a las condiciones para la práctica de
cualquier arte. Examinaré ahora las cualidades de particular importancia para
la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho sobre la naturaleza del amor, la
condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo.
En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en
nuestro interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de
realidad de por sí y se experimentan sólo desde el punto de vista de su
utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es la
objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal como son,
objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la imagen formada por los
propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay una incapacidad
extrema para ser objetivo. Para el insano, la única realidad que existe es la
que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como
símbolos de su mundo interior, como su creación. Y todos procedemos de idéntica
manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, ponemos dramas en escena,
que constituyen la expresión de nuestros anhelos y temores (aunque algunas
veces también de nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos
convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como la realidad
que percibimos en el estado de vigilia.
El
insano o el soñador carecen completamente de una visión objetiva del mundo
exterior; pero todos nosotros somos más o menos insanos, o estamos más o menos
dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está
deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos?
Cualquiera puede encontrarlos fácilmente observándose a sí mismo, a sus vecinos
y leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación narcisista
de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico, diciendo que quiere
visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico responde que no tiene tiempo
ese día, pero que puede atenderla al día siguiente. La respuesta de la mujer
es: "Pero, doctor, vivo sólo a cinco minutos de su consultorio." No
puede entender la explicación del médico de que a él no le ahorra tiempo que la
distancia sea tan corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente:
puesto que ella ahorra tiempo, él ahorra tiempo; para ella, la única realidad
es ella misma.
Menos
extremas -tal vez menos evidentes- son las deformaciones tan comunes en las
relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del
hijo en función de la obediencia, de que los complazca, les haga hacer un buen
papel, y así siguiendo, en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño
siente para y por sí mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras
porque su propia relación con sus madres les hace interpretar cualquier demanda
como una limitación de su libertad? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos
son ineficaces o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido
caballero que construyeron en su infancia?
En
lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es más que
notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser considerada totalmente
depravada y perversa, al tiempo que la propia nación representa todo lo que es
bueno y noble. Toda acción del enemigo se juzga según una norma, y toda acción
propia según otra. Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se
consideran signos de una perversidad particular con las que se propone engañar
a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son necesarias
y encuentran justificación en las nobles finalidades que sirven. Es indudable
que si examinamos la relación entre las naciones, tanto como entre los
individuos, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y
lo corriente una deformación narcisista en mayor o menor grado.
La
facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional que
corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón,
sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido
de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia.
En
los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello significa:
puesto que el amor depende de la ausencia relativa del narcisismo, requiere el
desarrollo de humildad, objetividad y razón. Toda la vida debe estar dedicada a
esa finalidad. La humildad y la objetividad son indivisibles, tal como lo es el
amor. No puedo ser verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no
puedo serlo con un extraño, y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar,
debo esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme sensible a
la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de ver la diferencia
entre mi imagen de una persona y de su conducta, tal como resulta de la
deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe
independientemente de mis intereses, necesidades y temores. La adquisición de
la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia
el dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en
contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su objetividad para la persona
amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el resto del mundo,
pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.
La
capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y
la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de
crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo
y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar,
necesita de una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de
amar requiere la práctica de la fe.
¿Qué
es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en Dios, o en
doctrinas religiosas? ¿Está inevitablemente en contraste u oposición con la
razón y el pensamiento racional? Aun para empezar a comprender el problema de
la fe es necesario diferenciar la fe racional de la irracional. Al hablar de fe
irracional me refiero a la creencia (en una persona o una idea) que se basa en
la sumisión a una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una
convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe racional
no es primariamente una creencia en algo, sino la cualidad de certeza y firmeza
que poseen nuestras convicciones. La fe es un rasgo caracterológico que penetra
toda la personalidad, y no una creencia específica.
La
fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y emocional.
Constituye un importante componente del pensar racional, en el que se supone
que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un científico, por ejemplo, a un nuevo
descubrimiento? ¿Comienza haciendo experimento tras experimento, reuniendo los
hechos uno después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar? Es
excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya hecho de esa
manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la gente arribe a
conclusiones significativas cuando se limita a perseguir una fantasía. El
proceso del pensamiento creador en cualquier campo del esfuerzo humano suele
comenzar con lo que podríamos llamar una "visión racional", que
constituye a su vez el resultado de considerables estudios previos, pensamiento
reflexivo y observación. Cuando un científico logra reunir suficientes datos, o
elaborar una fórmula matemática que hace altamente plausible su visión
original, puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un cuidadoso
análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus consecuencias, y la
recopilación de datos que la apoyan, llevan a una hipótesis más adecuada y,
quizás, eventualmente, a su inclusión en una teoría de amplio alcance.
La
historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en las
visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton estaban imbuidos de
una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado en la hoguera y
Spinoza sufrió la excomunión. A cada paso, desde la concepción de una visión
racional hasta la formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la
visión de una finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis
como una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos
hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez. Esa fe está
arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el propio poder de
pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la
aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma una autoridad o la
mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada
en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la
mayoría.
El
pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la experiencia en el
que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las relaciones humanas, la fe
es una cualidad indispensable de cualquier amistad o amor significativos.
"Tener fe" en otra persona significa estar seguro de la confianza e
inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad,
de su amor. No me refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus
opiniones, sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que, por
ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte de ella, no
algo tornadizo.
En
igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos conciencia de la
existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y
que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias
cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de nuestros
sentimientos y opiniones. Ese núcleo constituye la realidad que sustenta a la
palabra "yo", la realidad en la que se basa nuestra convicción de
nuestra propia identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro
yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos
dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de
nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que tiene fe en sí misma
puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede estar segura de que será en el
futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como
ahora espera hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad
de prometer, y puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por
su capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la existencia
humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor; en
su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza.
Otro
aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos en las
potencialidades de los otros. La forma más rudimentaria en que se manifiesta es
la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido: en que vivirá, crecerá,
caminará y hablará. Sin embargo, el desarrollo del niño en ese sentido se
produce con tal regularidad que parecería que no es necesaria la fe para estar
seguro de él. Algo distinto ocurre con las potencialidades que pueden no
desarrollarse: las de amar, ser feliz, utilizar la razón, y otras más
específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que crecen y
se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que
pueden ahogarse cuando éstas faltan.
De
tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor
influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia
de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación.
Educación significa ayudar al niño a realizar sus potencialidades.(La raíz de
la palabra educación es e-ducere, literalmente, conducir desde, o extraer algo
que existía potencialmente.) Lo contrario de la educación es la manipulación,
que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en
la convicción de que un niño será como corresponde sólo si los adultos le
inculcan lo que es deseable y suprimen lo que parece indeseable. No hay
necesidad de tener fe en el robot, puesto que tampoco hay vida en él.
La
fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo occidental, esa
fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en
lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y
sociales humanísticas de los últimos ciento cincuenta años. Al igual que la fe
en el niño, se basa en la idea de que las potencialidades del hombre son tales
que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden social
gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha
logrado aún construir ese orden, y, por lo tanto, la convicción de que puede
hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa es una mera
expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia de los logros del pasado
de la raza humana y en la experiencia interior de cada individuo en su propia
experiencia de la razón y el amor.
Mientras
que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera
avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente, y en la abdicación del
poder y la fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta.
Tenemos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones
y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las
nuestras y en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos
experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad
del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro propio poder y del
amor. La base de la fe racional es la productividad; vivir de acuerdo con
nuestra fe, significa vivir productivamente. Se deduce de ello que la creencia
en el poder (en el sentido de dominación) y en el uso del poder constituye el
reverso de la fe. Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el
desarrollo de las potencialidades aún no realizadas. Es una predicción del
futuro basada únicamente en el presente manifiesto; pero resulta ser un grave
error de cálculo, profundamente irracional en su descuido de las
potencialidades y el crecimiento humanos. No hay una fe racional en el poder.
Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen, el deseo de
conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real de todas las cosas, la
historia del hombre ha demostrado que es el más inestable de todos los logros
humanos. Debido a que la fe y el poder se excluyen mutuamente, todos los
sistemas religiosos y políticos que se construyeron originariamente sobre una
fe racional, se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda
quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.
Tener
fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar
incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la
tranquilidad como condiciones primarias de la vida no puede tener fe; quien se
encierra en un sistema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen
los medios que dan seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar,
requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental
importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores-.
Ese
coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso fanfarrón
Mussolini cuando utilizó el lema "vivir peligrosamente". Su tipo de
coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud destructiva
hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque uno es incapaz de
amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor, tal
como la fe en el poder es lo opuesto de la. fe en la vida.
¿Hay
algo que deba practicarse en relación con la fe y el valor? Indudablemente, la
fe puede practicarse a cada momento. Requiere fe criar a un niño; se necesita
fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Pero todos estamos
acostumbrados a tener ese tipo de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia
por su hijo, por su insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier
trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es
hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la propia
opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o algunos hechos
imprevistos parezcan invalidarla, mantener las propias convicciones aunque
éstas no sean populares: todo eso requiere fe y coraje. Tomar las dificultades,
los reveses y penas de la vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes,
y no como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros, requiere
fe y coraje.
La
práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida
diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se pierde la fe, analizar
las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer
cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada
traición a la fe nos debilita, y cómo la mayor debilidad nos lleva a una nueva
traición, y así en adelante, en un círculo vicioso. Entonces reconoceremos
también que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real,
aunque habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse
sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la
persona amada. El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe también tiene
poco amor. ¿Es posible decir algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás
otro podría hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría intentarlo. Pero
puesto que no soy ni lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir
algo más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera
realmente interesado puede aprender a tener fe como un niño aprende a caminar.
Una
actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que hasta ahora sólo
hemos mencionado de modo implícito, debe examinarse explícitamente ahora, pues
es funda mental: la actividad. He dicho antes que actividad no significa
"hacer algo", sino una actividad interior, el uso productivo de los
propios poderes. El amor es una actividad; si amo, estoy en un constante estado
de preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella. Porque seré
incapaz de relacionarme activamente con la persona amada si soy perezoso, si no
estoy en un constante estado de conciencia, alerta y actividad. El dormir es la
única situación apropiada para la inactividad; en el estado de vigilia no debe
haber lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy en
día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos cuando duermen o
cuando quieren dormir. Estar plenamente despierto es la condición para no
aburrirnos o aburrir a los demás -y sin duda no estar o no ser aburrido es una
de las condiciones fundamentales para amar-. Ser activo en el pensamiento, en
el sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la pereza
interior, sea que ésta signifique mantenerse receptivo, acumular o meramente
perder el tiempo, es condición indispensable para la práctica del arte de amar.
Es una ilusión creer que se puede dividir la vida en forma tal que uno sea
productivo en la esfera del amor e improductivo en las demás. La productividad
no permite una tal división del trabajo. La capacidad de amar exige un estado
de intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo puede ser
el resultado de una orientación productiva y activa en muchas otras esferas de
la vida. Si no se es productivo en otros aspectos, tampoco se es productivo en
el amor.
El
examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de la
adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que hemos descrito
en este capítulo. Está inseparablemente relacionado con el dominio social. Si
amar significa tener una actitud de amor hacia todos, si el amor es un rasgo
caracterológico, necesariamente debe existir no sólo en las relaciones con la
propia familia y los amigos, sino también para con los que están en contacto
con nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una
"división del trabajo" entre el amor a los nuestros y el amor a los
ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es la
existencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda implica un cambio
bastante drástico con respecto a las relaciones sociales acostumbradas. Si bien
se habla mucho del ideal religioso del amor al prójimo, nuestras relaciones
están de hecho determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de
equidad. Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de
artículos y servicios, o en el intercambio de sentimientos. "Te doy tanto
como tú me das", así en los bienes materiales como en el amor, es la
máxima ética predominante en la sociedad capitalista. Hasta podría decirse que
el desarrollo de una ética de la equidad es la contribución ética particular de
la sociedad capitalista.
Las
razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la sociedad
capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio de mercaderías
estaba determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos
personales de amor o amistad. En el capitalismo, el factor que todo lo
determina en el intercambio es el mercado. Se trate del mercado de productos,
del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender
por lo que quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la
fuerza o al fraude.
La
ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La
máxima "haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti" puede
interpretarse como "sé equitativo en tu intercambio con los demás".
Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del
"Ama a tu prójimo como a ti mismo" bíblico. Por cierto, la norma
judeocristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la
equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno
con él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y
unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del prójimo,
pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se haya convertido en
la más popular de las máximas religiosas actuales; obedece ello a que es
susceptible de interpretarse en términos de una ética equitativa que todos
comprenden y están dispuestos a practicar. Pero la práctica del amor debe
comenzar por reconocer la diferencia entre equidad y amor.
Aquí,
sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra organización social
y económica está basada en el hecho de que cada uno trate de conseguir ventajas
para sí mismo, si está regida por el principio del egotismo atemperado sólo por
el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro
de la estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el
amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones seculares y
compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y personas tales
como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y resuelto ese
problema en forma radical. Otros (Cf. el artículo de Herbert Marcuse, "The
Social Implications of Psychoanalytic Revisionism", Dissent, Nueva York,
verano de 1956.) comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una
incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan a la
conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa participar en el
fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo
actual, y, por lo tanto, que todo examen del amor no es otra cosa que una
prédica. Este respetable punto de vista se presta fácilmente a una
racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la
persona corriente que siente: "me gustaría ser un buen cristiano, pero
tendría que morirme de hambre si lo tomara en serio". Este radicalismo
resulta un nihilismo moral. Tanto los "pensadores radicales" como la
persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre
ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los
primeros conocen y reconocen la "necesidad histórica" de ese hecho.
Tengo
la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad del amor y la
vida "normal" sólo es correcta en un sentido abstracto. El principio
sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del amor son
incompatibles. Pero la sociedad moderna en su aspecto concreto es un fenómeno
complejo. El vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar
económicamente sin mentir; un obrero especializado, un químico o un médico
pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero, un maestro y muchos
tipos de hombres de negocios pueden tratar de practicar el amor sin dejar de
funcionar económicamente. Aun si aceptamos que el principio del capitalismo es
incompatible con el principio del amor, debemos admitir que el
"capitalismo" es, en si mismo, una estructura compleja y
continuamente cambiante, que incluso permite una buena medida de disconformidad
y libertad personal.
Con
esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos esperar que el
sistema social actual continúe indefinidamente, y, al mismo tiempo, confiar en
la realización del ideal de amor hacia nuestros hermanos. La gente capaz de
amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es
inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea.
No tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud amorosa, sino
porque el espíritu de una sociedad dedicada a la producción y ávida de
artículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de ella con éxito.
Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al
problema de la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que
para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción
individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios
importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro, sólo podemos
sugerir la dirección de tales cambios. (En mi libro Psicoanálisis de la
sociedad contemporánea, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, procuré
examinar detalladamente ese problema.) Nuestra sociedad está regida por una
burocracia administrativa, por políticos profesionales; los individuos son motivados
por sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como
objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas
económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata
-bien alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que
constituye su cualidad y función peculiarmente humana-.
Si
el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar supremo. La
máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él quien esté a su servicio.
Debe capacitarse para compartir la experiencia, el trabajo, en vez de
compartir, en el mejor de los casos, sus beneficios. La sociedad debe
organizarse en tal forma que la naturaleza social y amorosa del hombre no esté
separada de su existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he
tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria al
problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que excluya,
relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece a causa de su propia
contradicción con las necesidades básicas de la naturaleza del hombre. Hablar
del amor no es "predicar", por la sencilla razón de que significa
hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad
haya sido oscurecida no significa que no exista. Analizar la naturaleza del
amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones
sociales responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como
un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener una fe racional
basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre.